«Un nombre, es una forma de conciencia. De observación. De injerencia humana en lo sobrehumano. Un nombre entre tantos nombres, tan definitorio, tan crucial».
Patricia Alejandra Cerdá.
Jimena deambula por una calle céntrica, buscando el negocio de artículos para bebés. Siente que su panza se endurece minuto a minuto.
Ya es de noche, y en la sala de parto se escucha: ¡Es un varón!. Al oír esto, Jimena recuerda cuando este mismo día, buscaba incansablemente comprar el cartelito, para colocar en la puerta de la habitación de su niño.
Un cartelito con su nombre.
Pero hasta que ella no sepa cuál es su propio nombre, no será libre de una sensación interna que la persigue desde hace un tiempo, desde ese efímero instante en que pensó que el suyo, su nombre, no le sonaba familiar.
La madre de Jimena, siempre dijo que ella era hija de un marinero, que decidió marcharse y nunca mas volvió.
Jimena ahora está dormida. El parto fue difícil y le ganó el cansancio; tan dormida quedó también su memoria, que ni los ángeles la mecen. Delicado sueño, semejante sesgo infantil, nurserio y encantador.
Su párvulo, pronto abrirá sus dos astros aturquesados para vestir el traje que el destino, sagazmente y de antemano, diagramó en doradas y luminosas esferas.
Jimena eligió el nombre Horacio, para su bebé; lo eligió el mismo día en que decidió irse a vivir sola.
Ser madre, abrió un abismo en Jimena.
Ella intenta despertar diciendo: Horacio, Horacio y lo repite una y mil veces.
Más una voz profunda, también le susurra diciendo: Sally, Sally.
Jimena abandonó su casa materna hace unos meses.
Con 18 años y un embarazo reciente, había cortado con la hipocresía familiar.
Su madre le reclamaba saber quién era el padre del hijo que esperaba.
Al salir a la calle ese mismo dia, un perfume llamó su atención. Parecía una llamada ancestral, como una estela perenne en el aire, repleta de feromonas que despertaban imágenes en su memoria, se sintió obligada a seguir el rastro.
Cuando Jimena pudo llegar hasta él, le preguntó su nombre.
El hombre mayor, de ojos tan celestes como el cielo, la reconoció al instante.
Horacio, contestó; y se marchó penosamente.
El perfume se mezcló con el viento, con el objeto, con el sustantivo, con la acción, con el movimiento.
¿Qué juego es éste? preguntó Jimena a un viento que se llevaba un nombre.
La madre de Jimena había trabajado para ese mismo hombre, en el consultorio de una clínica.
Él era un médico reconocido, casado y con dos hijas.
Una noche, hace 18 años, una joven muy amiga del doctor, llegó dolorida; el doctor y la madre de Jimena, actuaron en secreto.
La joven dió a luz a una niña en la misma habitación de la clínica donde ahora, Jimena, mece a su niño.
La joven, con ojos cansados y una sonrisa triste, susurró: Sally, Sally, mi pequeña; y murió a causa de las complicaciones del parto. La jóven, en uno de sus puños, guardaba apretado, un papelito con el nombre «Sally».
El llanto de su bebé logra despertarla del ensueño y la trae de ese recorrido interno a la realidad.
Es el nombre de su hijo, el que le devuelve a ella, una identidad.
Lo abraza delicadamente, ya no siente deseos de buscar, los ojitos celestes, exhuberantes de vida, la miran como sólo un ángel puede mirar.
Patricia Alejandra Cerdá Íñiguez.-
«A veces, creemos haber apresado lo real, la identidad, para constatar, al fin, que no hay salidas posibles, no hay un algo sustancial, un suelo firme que nos ofrezca la permanencia tan ansiada. A pesar de todo, contra toda evidencia, este es un inicio de la verdad: somos, efectivamente, un yo».
Borges.