Mientras la tecnología digital redefine la forma en que nos movemos, los memoriosos de Berisso suspiran al recordar una época donde el viaje en micro de corta distancia se sellaba con un humilde trozo de papel. Aquellos boletos, hoy casi reliquias, no solo eran un pasaje, sino también, para algunos, portadores de un efímero halo de suerte, especialmente si la numeración resultaba ser capicúa.
La imagen es vívida en la memoria colectiva: el chofer desprendiendo con destreza el boleto del rollo, a veces luchando contra el viento o la prisa del pasajero. El intercambio de monedas, el corte seco del papel y la entrega del pequeño comprobante eran rituales cotidianos en las líneas que vertebraban Berisso, como la emblemática 202.
«Uno subía, decía ‘al centro’ y te daban el boletito. A veces el chofer tenía varios rollos y había que esperar que encontrara el del precio justo,» rememora Marta Giménez, vecina del barrio Universitario, con una sonrisa nostálgica. «Era una rutina, pero cada viaje tenía su encanto.»
Sin embargo, entre la funcionalidad del papel como medio de pago, florecía una creencia popular, casi un mito urbano: el boleto capicúa traía buena fortuna. Aquellos billetes con números que se leían igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda eran atesorados por algunos como amuletos pasajeros.
«¡Ah, el capicúa! Ese era el premio,» exclama Raúl Flores, antiguo trabajador de la construcción en la zona portuaria. «Si te tocaba uno, era como si el día ya empezara bien. Algunos los guardaban en la billetera como si fueran un trébol de cuatro hojas.»
La superstición alrededor del boleto capicúa añadía un elemento lúdico a la cotidianidad del viaje. La revisión rápida del número al recibir el boleto, la pequeña sorpresa al descubrir la simetría numérica, y la esperanza, quizás infantil, de que ese pequeño trozo de papel pudiera influir positivamente en el día.
No obstante, la practicidad de los nuevos sistemas de pago electrónico terminó por imponerse. La tarjeta SUBE, con su agilidad y eficiencia, desterró los rollos de papel y las eventuales discusiones por el vuelto. Con ella, se desvaneció también la posibilidad de recibir aquel billete mágico, el capicúa de la suerte.
Hoy, mientras los pasajeros apoyan sus tarjetas en los lectores electrónicos, la memoria del boleto de papel persiste como un eco de un Berisso más analógico. Y aunque la eficiencia moderna es innegable, una pizca de aquella vieja mística, la ilusión fugaz de la suerte capicúa en un humilde boleto de micro, se extraña en las charlas nostálgicas de los más antiguos usuarios del transporte público local. La era del papel se fue, llevándose consigo no solo un sistema de pago, sino también una pequeña tradición de esperanza impresa en cada viaje.