A principios de la década del 20, Francisco Di Luca pasaba sus días en Palo Blanco, una isla en la por entonces remota localidad de Berisso, cuyas costas bañaba el Río de La Plata. Con sólo nueve años de edad, se ocupaba de los quehaceres diarios de la quinta familiar, donde se producía vino.
Bajo el sol y la brisa que trepaba desde la costa, Francisco y su primo Anastasio, apenas unos años más grande que él, se ocupaban de mantener el humilde casco del lugar, las cosechas de vid y ocupaban el poco tiempo libre que tenían en recuperar algo de esa infancia truncada, entre juegos y conversaciones que se extendían hasta bien entrada la noche que, en aquel lugar de escasa luz eléctrica, sólo era iluminada por un manto infinito de estrellas.
Francisco y Anastasio tenían, además, un amigo peculiar. Se trata de un inmigrante griego llamado Aristóteles, que se rebuscaba la vida vendiendo galletas en la puerta de las escuelas de la zona, y a veces se aventuraba a vender en la cercana ciudad de La Plata. Aristóteles, carismático y social, con el rostro curtido por el sol y el ADN de las islas griegas que llevaba en la sangre, apenas si contaba con las prendas que llevaba puestas, un pequeño y gastado bolso de mano en el que tenía unas pocas pertenencias y un anillo de oro, heredado de su familia en Esmirna.
Una mañana, cuando el sol secaba la arena húmeda de las orillas del río y Francisco comenzaba su rutina diaria, Aristóteles le pidió si podía mudarse con él, dado que con la poca plata que juntaba en su emprendimiento de venta de galletas no le alcanzaba para pagar una pieza en otra parte. Además, le aseguró que estaba tratando de ahorrar algo de dinero para regresar a su querida Grecia.
Aristóteles vivió con Francisco durante casi un año, en el que sumaron divertidas aventuras. Siempre simpático y entrador, Aristóteles conoció vecinos a quienes convenció de dejarlo hacer reparaciones varias y tuvo idilios amorosos que le valieron sus buenas anécdotas durante muchos años más. Una tarde, al finalizar el trabajo del día, entre mate y mate, Aristóteles le confesó a Francisco que ya había reunido el dinero que necesitaba y que para el fin de semana se iría de Palo Blanco en busca del destino que tanto anhelaba. Francisco no lo dudó un instante y organizó un asado para ese mismo domingo, con el propósito de despedir a su amigo como lo merecía aquella amistad entrañable.
Para sorpresa de todos los invitados, aquel domingo Aristóteles se acercó a la mesa con un traje impecable en calidad y elegancia. Ataviado con un sombrero de pajarita y peinado a la gomina, el griego que vendía galletas en un raído bolso se había transformado en todo un caballero de la época.
El almuerzo transcurrió como tantos otros, entre chistes, carcajadas y anécdotas de todo tipo. Al finalizar, Aristóteles se acercó a su amigo Francisco y le pidió una última conversación a solas. Minutos después, se quitó su anillo de oro y se lo regaló. “Gracias Francisco por todo lo que has hecho por mí. Ya tendrás noticias mías. Como muestra de mi agradecimiento, te dejo mi preciado anillo”, le dijo. Aristóteles se alejó unos pasos y se volvió con esa sonrisa picaresca por la que se haría famoso años después. “Algún día te será muy útil”, anticipó.
Con el correr de los años, Francisco y su primo Anastasio decidieron vender la quinta de Palo Blanco y mudarse a Mar del Plata en busca de nuevos emprendimientos y aventuras. Su amigo Aristóteles comenzaba a ganar la tapa de las revistas de sociedad del momento, que Francisco compraba y hojeaba con la sonrisa cómplice de ver a su amigo cumpliendo sus sueños.
A mediados de la década del 50, Francisco se mudó a la ciudad de La Plata, y pocas semanas después decidió visitar a los viejos vecinos de Palo Blanco. Allí se enteró que unos años después de su mudanza a Mar del Plata, unos elegantes caballeros montando autos de lujo se habían acercado a su quinta y preguntaron por él. A pesar de que intentaron dar con su paradero, nadie supo cómo ubicarlo y, finalmente, se fueron dejando detrás una estela de polvo y las caras de sorpresa de todos los vecinos. Francisco lo supo inmediatamente: Su amigo Aristóteles nunca se había olvidado de él.
En 1998, veintitrés años después de la muerte de Aristóteles Onassis, el ya abuelo Francisco llamó a su nieto Andrés desde la cocina. Se sentaron los dos solos, alrededor de la mesa, y Francisco contó por primera vez la historia de su amistad con el magnate griego, las aventuras en Palo Blanco y la emotiva despedida aquel domingo de sol hace ya tantos años.
A Francisco le quedaba poco tiempo de vida, y algo adentro suyo anticipaba el final de una vida legendaria. Tal vez vio en los ojos de su sobrino Andrés el mismo fuego que aún brillaba en los suyos, y supo que era el momento de desprenderse de uno de sus tesoros más preciados. Apoyó el anillo de oro arriba de la mesa y, con una sonrisa en los labios, repitió la última frase que escuchó de su amigo, antes de partir: “Algún día te será muy útil”.
Francisco murió pocas semanas después, y con él se fue un trozo de la historia de Berisso. Se llevó consigo la magia de una amistad memorable, repleta de risas y aventuras que aún retumban entre las noches de Palo Blanco. Dejó, sin embargo, en su familia retozos de una época dorada y la enseñanza de que, no importa que tan dura se ponga la vida, todo puede cambiar de la noche a la mañana, si uno aprende a dar sin esperar nada a cambio.
Mientras tanto, las aguas del Río de la Plata continúan bañando las costas de Palo Blanco y, para quien las sepa escuchar, aún resuenan en la tierra los ecos de la aventura más memorable de todas: La de una amistad sin límites.
Fuente Reál politik