La irrupción de La Libertad Avanza (LLA) en el escenario político argentino se basó en la promesa de «terminar con la casta» y la corrupción. Sin embargo, este discurso de pureza ideológica ha chocado frontalmente con la realidad de los antecedentes judiciales de sus propios cuadros. El caso de la diputada nacional y candidata a senadora por Río Negro, Lorena Villaverde, se ha convertido en el epítome de esta contradicción, al salir a la luz detalles de una causa por la compra de cocaína en Estados Unidos a principios de la década de 2000. La revelación no es solo un golpe a la imagen de una candidata individual, sino que expone la fragilidad ética y la falta de filtros en la construcción de un espacio que se arrogaba la superioridad moral.
Los documentos judiciales, que datan de 2002, indican que Villaverde fue detenida en Miami, Florida, en una operación por la supuesta adquisición de un kilogramo de cocaína, con el consecuente manejo de una suma de 17.000 dólares sin declarar. Aunque la candidata ha intentado desestimar las denuncias, llegando a realizarse un narcotest en video para supuestamente probar su inocencia, el peso de los antecedentes es innegable: las restricciones migratorias de EE. UU. en su contra, producto de estos episodios, actúan como un incómodo recordatorio de su pasado.
La gravedad del asunto radica en la incompatibilidad entre las bases ideológicas que defiende LLA y los hechos denunciados. Un partido que postula la libertad, la responsabilidad individual y la lucha contra el «curro de la política» no puede permitirse tener entre sus principales figuras a una dirigente con un prontuario ligado al narcotráfico, un delito que socava las bases de la sociedad y la seguridad. El eslogan de campaña de la candidata, «Lore es Milei», lejos de fortalecer la propuesta, hoy actúa como un corrosivo recordatorio de que, en la práctica, la «nueva política» parece repetir los peores vicios de la vieja: la impunidad, el silencio ante lo incómodo y la laxitud moral a la hora de armar listas.
La dirigencia de LLA, que suele ser vehemente al denunciar cualquier irregularidad en la oposición, ha mostrado una silenciosa y preocupante tolerancia ante el caso Villaverde. Esta pasividad, sumada a otros escándalos de afiliaciones dudosas y lazos con figuras cuestionadas, sugiere que la necesidad de conseguir volumen político en las provincias ha eclipsado el rigor ético. El electorado, que votó masivamente por el «antisistema» esperando un cambio radical en las formas, tiene derecho a cuestionar si la supuesta revolución liberal no es, en realidad, un simple recambio de caras con el mismo déficit de integridad que históricamente se le ha achacado a la «casta» política tradicional. El escándalo Villaverde no es solo un problema judicial; es un problema de credibilidad que le costará caro a LLA en su intento por consolidarse como una fuerza moralmente superior.