«Estamos todos rotos, así es como entra la luz» Ernest Hemingway

Dentro de unos días Marta culmina el curso de cerámica que comenzó justo hace un año. Ha pasado, también, un año desde su separación. El curso era una vía de escape de la tristeza y de esos pensamientos raros que cada tanto la bajoneaban. Como sentirse muy sola y a la vez, con miedo a una nueva aventura, de verse fea, arrugada, grande, muy fuera del mundo  y de los romances de minas perfectas.

Una pavada pero que ella arrastraba como un bucle de pensamientos tormentosos.
Ella no sabía que este curso de cerámica le traería tantas emociones. Y gente nueva a su vida.
Resulta, que de tanto en tanto, el grupo de cerámica, realizaba cenas de lo más entretenidas.
En las clases, todo tema de conversación giraba en relación a las obras que estaban realizando y algún que otro tema menor que surgía sobre cosas cotidianas. Pero cuando comenzaron las «cenas», la cosa cambió.


Marta, supo que Lucas estaba de novio con Cristian pero que a la vez, le tira onda a Juan, el tipo culto del grupo, y que después de cada cena, eran los últimos en irse; que Lorena, desde que enviudó, no deja títere con cabeza, la tipa tiene cincuenta y cuatro años y anda despreocupada por la vida, es la que hace reír a todos con sus ocurrencias; que la profe tiene más de un muerto en el placard y que Anita se bebe hasta el agua del florero, además baila como terapia para bajar la ansiedad  (y baila muy bien, por cierto).
Marta, nunca soltó la hilacha, los tenía a todos intrigados.
Siempre tan recatada, tan seria. Se había propuesto no dar detalles de su vida íntima. 

No había detalles que contar. Cada noche se dormía deseando que una chispa la encienda, la ilumine y le devuelva la vida a sus cuarenta y pico.
Ésta noche, un extraño calor, que tiene desacomodado a más de uno en pleno otoño, la obliga a vestirse diferente. Toda la ropa que se probó está tirada sobre su cama, como si fuera el estanque de ropa barata, la que todos revuelven para saber que hay dentro;  uno tiene que tirarse de cabeza al cubículo, intentando encontrar algo considerablemente bueno, para justificar llevárselo con la frente en alto, sabiendo que safa, que es ponible y está a dos mangos.
Marta se vistió de verano.

 Al apagar las luces de su casa, por una ventana abierta, entra algo de luz desde la calle, y su silueta, trémula y suave, se refleja en el espejo del pasillo, provocando en ella un agrado especial y una última mirada con encanto hacia sí misma, hacía tiempo que no se sentía hermosa.  

Cerrando la puerta, encerró también algunos miedos y fué a la cena en minifalda.
Cuando la velada estaba terminando, un viento descomunal los sorprendió, y al tiempo que emprendían la despedida, se desató una lluvia torrencial. Era lógico, luego del extraño clima reinante. 

Marta no tiene más que esa falda corta, remera y sandalias. Tomas, que aún no se los había mencionado, se ofrece a llevarla.
Tomás habla poco, y todos piensan que es algo, digámoslo así: cheto; los mira a todos desde arriba, no se ríe con los chistes, en fin, no tiene onda con nadie. Además, es el más jóven del grupo. Un tipo lindo, que se viste muy bien y huele mejor.

En conjunto, imposible que Marta le haya prestado atención en todo el año, no había manera de que, a este tipo, le interese algo de ella; por lo que simplemente Marta lo evitó y casi no le habló en todo lo que duró el curso en cuestión.
Ya en el auto, Marta intenta iniciar la charla. El perfume de Tomás la invade y la impregna. Ella está un poco alegre, siente que la última copa de champagne estuvo de más.  Mientras Tomás maneja sin mirarla, ella lo observa sin parar, a la vez que le comenta algo sobre una de las piezas de cerámica que habían hecho y que a ella no le gustó.

Pero lo observa demasiado y es imposible que Tomás no note de reojo que ella lo mira insistentemente. Él siente en su piel, un repiquetear que le provoca cosquillas en todo el recorrido de las miradas de Marta sobre su cuerpo. Entonces, detiene el auto. Si, así de repente. Marta no solo hace silencio, sino que ahora está casi inerte mirando a un punto fijo. Ni se mueve y diría que hasta contiene la respiración.
«Me gustas!» (suelta Tomás sin anestesia) Marta! me gustas mucho desde el primer día que te vi!. Me anoté en este curso de porquería, detesto la cerámica! dice, frunciendo su angelical rostro;  me anoté por vos.

Bajabas del taxi, yo salía de casa para ir al gimnasio, y te vi entrando al taller de artesanías. Te seguí, te anotaste y saliste del lugar ignorándome por completo.  En la calle, tu cara perfecta, miraba si mirar. Paraste un taxi y desapareciste.  Me inscribí con la idea de volver a verte, pero nunca, nunca te fijaste en mí».
Ella tiene una especie de tornado mental. Busca una palabra pero al parecer, el estante de vocabularios se alejó tanto de ella que no logra modular una sola sílaba.
Tomás enciende de nuevo el motor y continúa el viaje, al tiempo que dice: «tu me quieres, pero aun no lo sabes»

Ella sólo mira hacia adelante. Inmóvil, pero respira. Un largo suspiro a modo de respuesta empaña los vidrios. El camino que se abre ante ella es tan luminoso y a la vez tan incierto…
Tomás baja el volumen de la música en la radio y antes de proponer algo, el relámpago los ciega. El estruendo de un rayo potente sacude la ciudad. El corte de luz es general, y cómplice. Marta piensa en el atuendo que lleva puesto, sus sandalias mojadas al igual que todo su cuerpo. La propuesta resulta encantadora, y también este momento. 

Lejos están de las miradas de otros, ahora el mundo entero es de ellos. El otoño, que ya se está yendo, es el único en verlos. Pasando de costado la mira y le sonríe discreto y junto a miles de hojas arremolinadas, se lleva los miedos y este húmedo secreto.

«Te amé cuando te vi hoy y te amé por siempre, pero nunca te había visto antes» Ernest Hemingway

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