A poco más de un año y medio de haber asumido la presidencia con la promesa de una recuperación económica radical, el gobierno de Javier Milei enfrenta un panorama sombrío reflejado en algunos de los peores índices económicos reales de la historia reciente argentina. Si bien el Ejecutivo defiende sus políticas como un camino necesario hacia la estabilidad a largo plazo, la población y los analistas observan con preocupación el deterioro en variables clave que impactan directamente en la calidad de vida.
Uno de los datos más alarmantes es el desplome del consumo interno. Tras un período inicial de «shock» inflacionario exacerbado por la devaluación y la quita de subsidios, la capacidad de compra de los argentinos se ha visto drásticamente reducida. Datos de consultoras privadas y del INDEC (Instituto Nacional de Estadística y Censos) muestran caídas interanuales de dos dígitos en las ventas minoristas, el consumo de alimentos y bebidas, y la adquisición de bienes durables. Esta contracción se atribuye a la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, que no lograron seguir el ritmo de la inflación acumulada, y a un aumento significativo del desempleo.
Precisamente, el crecimiento del desempleo es otro de los puntos negros. Si bien las cifras oficiales de inicios de la gestión Milei mostraban una tasa de desocupación relativamente baja, las políticas de ajuste, la contracción de la obra pública y la menor actividad económica en diversos sectores llevaron a un aumento sostenido. Gremios y cámaras empresariales reportan despidos masivos en industrias manufactureras, servicios y el sector público, exacerbando la precarización laboral y la informalidad.
La actividad industrial también atraviesa uno de sus peores momentos. Consecuencia directa de la caída del consumo y de la apertura de importaciones en algunos rubros, muchas fábricas han reducido drásticamente su producción, operan con capacidad ociosa o directamente han cerrado sus puertas. Los datos del Estimador Mensual Industrial (EMI) del INDEC reflejan bajas históricas, con sectores clave como el automotriz, el textil y el de la construcción mostrando fuertes retracciones. La menor demanda interna y la dificultad para competir con productos importados sin aranceles disuasorios han generado un panorama desolador para el entramado productivo nacional.
Por último, y quizás uno de los índices más dolorosos, es el aumento exponencial de la pobreza e indigencia. A pesar de los esfuerzos por contener el gasto social, la combinación de alta inflación, salarios deprimidos y la pérdida de empleo ha empujado a millones de argentinos por debajo de la línea de pobreza. Las mediciones más recientes de universidades y observatorios sociales arrojan cifras alarmantes, con porcentajes de pobreza que superan récords de las últimas décadas y un incremento preocupante de la indigencia, evidenciando que una parte creciente de la población no logra cubrir sus necesidades básicas de alimentación.
Si bien el gobierno defiende que estas son «las consecuencias de años de populismo» y que el «sinceramiento» de la economía es inevitable para sentar bases sólidas, la realidad de los índices económicos reales presenta un panorama desafiante. La ciudadanía, que en su momento apostó por un cambio radical, observa con creciente preocupación cómo la prometida libertad económica aún no se traduce en mejoras tangibles en su día a día, sino en un empeoramiento de sus condiciones materiales. El camino hacia la «prosperidad» prometida parece aún lejano y lleno de obstáculos para la mayoría de los argentinos.